Este 20 de junio tuvo lugar el solsticio de verano, un fenómeno astronómico que marca oficialmente el inicio del verano en el hemisferio norte y que se caracteriza por ser el día más largo del año, con la mayor cantidad de horas de luz solar.
El solsticio ocurre cuando el Sol alcanza su punto más alto en el cielo al mediodía, debido a la inclinación del eje de la Tierra. En esta fecha, el hemisferio norte se encuentra más inclinado hacia el Sol, lo que provoca que reciba más luz y calor.
De acuerdo con astrónomos, este evento tiene lugar una vez al año, entre el 20 y el 21 de junio, y desde tiempos antiguos ha sido motivo de celebración en muchas culturas del mundo, como los pueblos celtas, mayas y egipcios, que lo asociaban con la fertilidad, la cosecha y la renovación de la vida.
Además de su impacto cultural y simbólico, el solsticio de verano también influye en fenómenos naturales, como el comportamiento de ciertas especies animales y vegetales, así como en los patrones climáticos que comienzan a sentirse con más intensidad durante los meses de julio y agosto. Por lo anterior, se cree que durante este tiempo se puede sanar el alma.
Aunque no existe una conexión científica directa, muchas culturas han interpretado este momento como una oportunidad para la renovación espiritual y energética.
Durante el solsticio de verano, el Sol alcanza su punto más alto y brilla durante más tiempo que en cualquier otro día del año. En muchas tradiciones, la luz simboliza la verdad, la claridad mental y la conciencia espiritual. Por eso, este momento se considera ideal para iluminar la oscuridad interior, reflexionar y dejar atrás pensamientos, emociones o hábitos negativos.
Desde una perspectiva simbólica, el solsticio de verano es un momento de expansión, no solo de luz, sino también de conciencia. Se le relaciona con el renacimiento del alma, el florecimiento de los deseos más auténticos y la preparación para cerrar ciclos con claridad y fuerza.
