
Hablar de salud mental en la escuela ya no debería ser una opción ni un tabú: es una necesidad urgente. El aula, tradicionalmente vista como un espacio de aprendizaje académico, debe evolucionar para ser también un espacio de contención emocional, donde el bienestar psicológico de los estudiantes sea tan importante como sus calificaciones.
Hoy en día, niños, niñas y adolescentes enfrentan una carga emocional considerable. Por un lado, están los desafíos propios de su desarrollo: cambios hormonales, conflictos de identidad, presiones sociales y familiares, inseguridades y dudas existenciales. Por otro, se suman las exigencias escolares que muchas veces priorizan el rendimiento por encima del proceso de aprendizaje: tareas acumuladas, exámenes constantes, presión por destacar, temor al fracaso y poca tolerancia al error.
El resultado es una población estudiantil exhausta, ansiosa y, en muchos casos, invisibilizada. Según diversos estudios en contextos educativos, cada vez más jóvenes reportan síntomas de ansiedad, depresión, baja autoestima, trastornos alimenticios y problemas de sueño. En muchos casos, estas señales pasan desapercibidas porque no “interrumpen” el funcionamiento académico de la clase, o bien porque hay una falta de formación en salud mental dentro del personal docente.
¿Qué cambios podemos hacer?
La escuela, sin embargo, tiene un enorme potencial para ser un lugar seguro. Pero para lograrlo, se requiere un cambio de paradigma. Promover la salud mental en el aula no significa convertir a los maestros en terapeutas, sino en facilitadores de espacios empáticos, atentos y humanos. Significa integrar la salud emocional como parte del currículo, permitir momentos para hablar de lo que sentimos, enseñar habilidades socioemocionales, gestionar conflictos desde la comprensión y fomentar una cultura de respeto.
También implica crear redes de apoyo dentro del entorno escolar: contar con profesionales de la salud mental disponibles, capacitar a docentes y personal administrativo en primeros auxilios psicológicos, y construir canales de comunicación seguros para que los estudiantes puedan expresar lo que les pasa sin miedo a ser juzgados.
Además, se debe atender a la carga académica y a las formas de evaluación. La exigencia constante, sin descanso, no educa: desgasta. Es fundamental repensar qué y cómo enseñamos, reconociendo que un estudiante feliz y emocionalmente estable aprende mejor y con mayor profundidad que aquel que estudia por miedo o presión.
La escuela puede y debe ser un lugar donde no solo se forme la mente, sino también el corazón. Donde las emociones se validen, el error sea parte del crecimiento y el bienestar no sea una meta lejana, sino una base cotidiana. Promover la salud mental en el aula no es una moda ni un favor que se le hace a los estudiantes: es una inversión a largo plazo en una sociedad más humana, empática y resiliente.
Estefanía López Paulín
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