
La cibofobia es un trastorno de ansiedad que se manifiesta como un miedo patológico a ciertos alimentos o al acto de comer en sí. A diferencia de otros trastornos alimenticios como la bulimia, la cibofobia no genera sentimientos de culpa por comer, sino que provoca angustia y una fuerte evitación de la ingesta por temor a atragantarse, enfermarse o vomitar. Este miedo puede afectar gravemente la salud física y mental, causando deficiencias nutricionales, pérdida de peso involuntaria, aislamiento social e incluso depresión.
Las causas de la cibofobia son variadas y pueden incluir experiencias traumáticas relacionadas con la comida, como intoxicaciones o atragantamientos, o la observación de estos eventos en familiares cercanos. Además, factores genéticos influyen en su desarrollo, ya que una amígdala cerebral hiperactiva puede predisponer a la persona a experimentar este miedo irracional. Entre los síntomas más comunes están el miedo intenso a ciertos alimentos, la evitación de comidas no preparadas por la persona, la obsesión por leer etiquetas y fechas de caducidad, y síntomas físicos como taquicardia, sudoración y dificultad para respirar.
Aunque la cibofobia comparte algunas consecuencias con otros trastornos alimenticios, se diferencia claramente en el origen del miedo. Mientras que en la anorexia nerviosa el temor está relacionado con el aumento de peso y la percepción distorsionada del cuerpo, en la cibofobia el miedo se centra en la comida y sus posibles efectos negativos. Tampoco se presentan episodios de ingesta excesiva seguidos de conductas compensatorias, como ocurre en la bulimia, sino una evitación total de ciertos alimentos o del acto de comer.
Para tratar la cibofobia, la terapia cognitivo conductual es la opción más recomendada, ya que ayuda a identificar y modificar los pensamientos irracionales y a enfrentar gradualmente el miedo mediante técnicas de exposición. También pueden ser útiles las terapias grupales, el apoyo nutricional y, en casos severos, la medicación para controlar la ansiedad. Además, prácticas de autocuidado como la meditación, ejercicios de respiración y un buen descanso contribuyen a mejorar la calidad de vida. Es fundamental buscar ayuda profesional para recibir un diagnóstico adecuado y un tratamiento personalizado.