
Vivimos inmersos en una cultura que nos enseña a consumir antes que a sentir, a acumular antes que a detenernos, a comprar como si de ello dependiera nuestra felicidad. En este paisaje hiperconectado y acelerado, el acto de comprar dejó de ser una simple transacción para convertirse en una experiencia emocional, casi existencial. Hoy no solo compramos cosas; compramos identidad, pertenencia y, muchas veces, consuelo.
Desde la psicología, se ha investigado ampliamente cómo el consumismo impacta en nuestra salud mental. Uno de los mecanismos clave es el refuerzo intermitente, un concepto del conductismo que explica por qué algunas conductas se mantienen incluso cuando no siempre generan resultados positivos. Aplicado al consumo, significa que a veces, al comprar, sentimos un pico de placer (una descarga de dopamina), lo cual nos motiva a repetir la conducta. Pero ese placer es pasajero y, muchas veces, termina siendo reemplazado por culpa, ansiedad o vacío emocional.
Esto lleva a que el acto de comprar se vuelva una forma de evasión emocional. Muchas personas consumen como respuesta al aburrimiento, la tristeza, el estrés o la inseguridad. En lugar de enfrentar el malestar, lo anestesian con una compra rápida, una oferta irresistible o una entrega exprés. El problema es que el alivio que genera esa compra es momentáneo, y la emoción no resuelta sigue ahí, esperando el siguiente impulso.
Por otro lado, el sistema capitalista actual (alimentado por la publicidad y las redes sociales) promueve una idea constante de carencia. Siempre hay algo que nos falta: la prenda de moda, el celular del momento, el viaje ideal. Esta lógica genera una sensación de insatisfacción crónica y una autoevaluación constante en comparación con los demás. Nos medimos por lo que mostramos, por lo que tenemos, por lo que compramos, y no por lo que somos.
Las consecuencias para la salud mental son diversas: ansiedad, estrés financiero, baja autoestima, frustración e incluso síntomas depresivos. Muchas personas se endeudan por mantener un estilo de vida que les permita “pertenecer” o alcanzar estándares inalcanzables. La vida se convierte en una vitrina, y el bienestar, en una ilusión empaquetada.
Pero hay una salida. Reconocer esta trampa es el primer paso para romperla. Practicar el consumo consciente implica preguntarnos: ¿Realmente necesito esto? ¿Qué emoción hay detrás de esta compra? ¿Estoy comprando por deseo o por presión? Al tomar conciencia de nuestros hábitos, podemos comenzar a elegir desde un lugar más auténtico.
Además, vale la pena recordar que el bienestar no se compra. Se construye con relaciones significativas, con tiempo de calidad, con silencio, con creatividad, con descanso. Estas son cosas que el sistema no puede vendernos, pero que tienen un impacto profundo en nuestra salud emocional.
La trampa del carrito lleno no solo vacía nuestras cuentas, también puede vaciar nuestro sentido de propósito. Liberarnos de ella no es renunciar al consumo, sino aprender a elegir desde un lugar más sano, más libre y más humano.
Estefanía López Paulín
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