
Hay pensamientos que no se piensan, certezas que brotan sin razón aparente. A eso, con un nombre casi mágico, la llamamos intuición. Pero ¿qué dice la ciencia cuando el alma parece adelantarse al intelecto?
La psicología moderna no ha permanecido indiferente ante este fenómeno. Daniel Kahneman, premio Nobel y uno de los padres de la economía conductual, propone en su modelo de los dos sistemas del pensamiento que la mente humana opera en dos modos: el sistema 1, rápido, automático, emocional, y el sistema 2, lento, deliberativo y lógico. La intuición pertenece al primero: surge sin esfuerzo, como si la mente supiera algo antes de que nosotros lo sepamos.
Este pensamiento veloz es el resultado de años (a veces de toda una vida) de experiencia acumulada. Nuestro cerebro, cual sabio artesano, recoge patrones invisibles, asociaciones sutiles, señales fugaces del entorno, y las destila en una conclusión inmediata. No es magia: es memoria implícita, conocimiento tácito, lo aprendido sin haber sido enseñado. La intuición, vista desde esta perspectiva, no es lo opuesto a la razón, sino su hermana mayor, formada por años de aprendizaje encubierto.
La neurociencia ha confirmado que el cuerpo también piensa. Antonio Damasio, en su teoría del marcador somático, muestra cómo las emociones guían nuestras decisiones mucho antes de que podamos explicarlas. El corazón se acelera, la piel se estremece, los músculos se tensan: el cuerpo advierte antes que la mente. La intuición, entonces, no solo habita en el pensamiento; danza también en el cuerpo, en ese lenguaje ancestral que apenas entendemos, pero obedecemos.
Sin embargo, la intuición no es infalible. Puede estar teñida por prejuicios, por sesgos inconscientes, por aprendizajes erróneos. El mismo sistema que nos protege también puede engañarnos. Por eso, la psicología sugiere usarla como guía, no como única brújula: escuchar su voz, pero someterla (cuando sea posible) al diálogo con la razón.
Hay intuiciones que salvan vidas: médicos que detectan una enfermedad sin aún ver la prueba; bomberos que intuyen el derrumbe antes de que tiemble el techo. Esas certezas no son milagrosas: son fruto de la experiencia que se ha hecho carne. La intuición no es lo opuesto al análisis, sino su destilación más rápida, más emocional, más humana.
En un mundo saturado de datos, a veces la verdad más profunda no se razona, se presiente. No toda sabiduría se formula; algunas certezas llegan como una brisa, como un recuerdo que no se ha vivido. En esa frontera entre lo consciente y lo oculto, la ciencia y el alma se dan la mano: porque intuir es, también, una forma de conocer.
Estefanía López Paulín
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