
Bajo un sol abrasador y entre el olor a humedad y lodo, la primera presidenta de México aterrizó en la zona cero de la inundación más devastadora de los últimos años en la Huasteca Potosina. Llegó tarde, pero llegó donde pocos se atreven: al corazón del desastre, donde las familias lo perdieron todo y solo les quedaba la dignidad y la fe. Claudia Sheinbaum escuchó reclamos, abrazó el dolor, rompió el protocolo y caminó calle por calle entre el barro y los escombros. Entre lágrimas y gritos de auxilio, soltó las palabras que cientos esperaban para volver a creer: “Nadie se quedará sin ayuda, nadie.”
El helicóptero de la Marina rompió el silencio del cielo huasteco a la una de la tarde, dos horas después de lo programado. Aun así, nadie se movió. Nadie se fue. Bajo el sol de 31 grados y una humedad que hacía arder la piel, la gente esperó. Algunos con sombrillas, otros con toallas húmedas, muchos con la mirada perdida. No estaban ahí por curiosidad. Estaban ahí porque ya no tenían nada más que perder… excepto la esperanza.
Cuando la aeronave tocó tierra en el campo de béisbol de Tamazunchale, el polvo se levantó como un suspiro colectivo. Claudia Sheinbaum descendió acompañada de funcionarios federales —entre ellos Alejandro Svarch de IMSS-Bienestar y Mario Delgado— y fue recibida por el gobernador Ricardo Gallardo Cardona. Frente a ellos, mamparas enormes mostraban el tamaño de la tragedia: familias desplazadas, casas destruidas, deslaves, puentes colapsados, caminos partidos en dos. No eran cifras frías. Eran vidas arrancadas de raíz.
A unos metros, detrás de las vallas, la verdadera escena: madres con niños en brazos, ancianos de pie pese al cansancio, jóvenes cubiertos de lodo que habían dejado las palas solo para verla llegar. Muchos lloraban en silencio. Otros alzaban las manos suplicando: “Escúchenos”. Algunos solo querían un abrazo. Un minuto de dignidad. Ser vistos. Ser contados entre los que aún importan.
Y entonces ocurrió.
Una mujer se abrió paso entre la multitud. Temblaba. No pidió dinero ni despensas. Solo dijo:
—Presidenta…
Sheinbaum se acercó y la abrazó fuerte. Y en ese instante, como si ese gesto rompiera una represa invisible, varias personas comenzaron a llorar. Lloraron por la casa perdida, por la cama mojada, por la foto familiar que se fue río abajo. Lloraron por la impotencia de sobrevivir sin haber sido escuchados.
El dolor se volvió colectivo. Pero también, por primera vez en días, la esperanza.
La presidenta subió a una patrulla de la Marina para poder hablarle a todos. No había templete, no había escenario, no había discursos preparados. Solo un megáfono viejo y una voz firme tratando de atravesar el ruido del dolor.
—Nadie se quedará sin ayuda… ¡nadie! —dijo.
Fue como si esas palabras encendieran algo en el aire. Hubo aplausos, sí, pero también un suspiro largo, profundo, de alivio. La gente no celebraba a una política. Celebraba la posibilidad de volver a empezar.
El convoy avanzó por el bulevar hasta llegar al barrio El Carmen, el primero en ser golpeado por el río Moctezuma. Ahí, cuatro familias —adultos mayores, niños, jóvenes— lo habían perdido todo. Solo alcanzaron a salir con la ropa que traían puesta y unos cuantos documentos. Todo lo demás se lo tragó el agua en cuestión de minutos.
Sus casas olían a lodo y a silencio. Las paredes seguían húmedas. Los muebles, irreconocibles. El río no solo se llevó cosas: se llevó recuerdos, historias, raíces.
—A nosotros no nos han dado nada —reclamó un hombre con voz quebrada—. Hay gente que ni vive aquí y ya recibió apoyos… ¡y nosotros nada!
El reproche era directo contra el gobierno municipal, a quien acusaron de favorecer a conocidos y dejar fuera a los verdaderos damnificados. La injusticia dolía más que el agua.
El llanto volvió a aparecer. Y no fue uno. Fueron varios. Hombres y mujeres que toda la vida habían trabajado la tierra, ahora de pie sobre el barro, pidiendo solo una cosa: ser tratados con dignidad.
La presidenta no se alejó. No se escondió. No pidió que se calmaran. Los escuchó uno por uno. Los miró a los ojos. Los tocó del hombro. Hubo un momento en el que ya no era autoridad… era simplemente otra persona compartiendo el peso del dolor.
Luego, el convoy avanzó hacia el segundo punto: el barrio San Rafael.
Ahí la tragedia tenía otro nombre: desolación total.
Desde lejos se veían los camiones de la Marina y la Sedena, el puesto de mando, las carpas de auxilio, las brigadas de bienestar. Las calles eran una mezcla de lodo seco y lodo espeso; cada paso era una batalla. El calor caía a plomo: 31 °C, sensación de 36. El aire pesaba.
Soldados y marinos trabajaban a pico y pala, sacando toneladas de tierra de las casas. Sus uniformes estaban empapados de sudor. Pero nadie se detenía. Porque del otro lado de cada pala había una familia tratando de reconstruirse.
—¡Presidenta, aquí estamos ayudando a nuestros hermanos! —gritó un joven cubierto de barro.
Ese grito no era solo trabajo físico. Era orgullo. Era comunidad. Era la Huasteca recordándose a sí misma que, aunque el agua arrase, ellos no se sueltan.
Sheinbaum se metió calle por calle. No importó el lodo que le cubría los zapatos. No importó el sol. No importó el protocolo. Escuchó a todos. Saludó. Tocó puertas. Entró a casas destruidas. Caminó donde casi nadie de autoridad se atreve a caminar.
Y entonces, ocurrió una de las escenas más duras de la jornada.
Una madre de tres hijos se acercó con voz tímida, casi pidiendo perdón por interrumpir.
—Venga a ver mi casa… el lodo la sepultó. No tengo dónde cocinarles a mis niños… estamos durmiendo en la capilla… no hemos comido desde ayer.
Su bebé de un año dormía sobre una toalla. El niño de seis la abrazaba sin entender. La niña de diez, con los ojos rojos, miraba el suelo.
La presidenta se detuvo. La escuchó entera, sin prisa. Y su rostro cambió.
No fue un gesto político. Fue un gesto humano.
—Atiéndanla ahora —ordenó a su equipo—. Vamos a reconstruir su casa… pero en un lugar seguro, lejos del río.
La madre rompió en llanto. No de tristeza, sino de alivio.
En medio del desastre, por fin alguien le dijo: “Tu dolor importa.”
El recorrido siguió. Sin camionetas, sin sombras, sin prisas. Claudia Sheinbaum decidió caminarlo todo, aunque cada calle estaba peor que la anterior. El lodo le llegaba a los tobillos. A veces tenía que detenerse para hidratarse porque el calor ya no era solo temperatura: era un peso sobre el cuerpo. Pero no se detuvo. Porque la gente tampoco se detenía.
Algunos se acercaban para agradecer la presencia. Otros para reclamar que los apoyos “no estaban llegando parejo”. Hubo quienes denunciaron que ciertos paquetes alimentarios se estaban acaparando. Y hubo muchos que, con la misma ropa con la que escaparon del agua, simplemente decían: “No tenemos nada… solo queremos empezar de nuevo.”
En medio del caos, la solidaridad seguía viva. Jóvenes cargaban muebles llenos de barro. Vecinos compartían agua. Voluntarios lavaban pisos. La desgracia había golpeado fuerte, pero el corazón de la Huasteca seguía latiendo.
El convoy llegó al Jardín de Niños Juan de la Barrera. Y ahí el silencio cayó de golpe.
El agua había arrasado con todo:
El salón de música, destruido.
El chapoteadero, sepultado en lodo.
El jardín, convertido en pantano.
Los comedores, llenos de ramas y basura.
Una pared tuvo que ser derribada para dejar salir el agua. Era como ver el futuro de los niños hecho pedazos. No era solo infraestructura… era infancia herida.
La presidenta lo miró en silencio. No había discurso para eso. Solo observó con el ceño apretado, con esa mezcla de coraje y tristeza que muestran los que no solo ven el daño… sino que se sienten responsables de repararlo.
Y entonces, algo cambió en el ambiente.
Los civiles que ayudaban a limpiar comenzaron a aplaudir.
Los soldados, llenos de barro, recibieron porras.
Los marinos fueron vitoreados.
Y de pronto, la propia gente comenzó a corear:
“¡Presidenta! ¡Presidenta! ¡Presidenta!”
No era fanatismo. Era gratitud.
No por las palabras, sino por la presencia.
Porque vino. Vio. Escuchó. Se ensució los zapatos. Se mojó de sudor. Se llenó de lodo. Se quedó.
Después de casi dos horas de recorrido, Claudia Sheinbaum volvió al punto de partida. Su rostro se notaba distinto. Había preocupación, sí. Pero también una determinación nueva. Porque una cosa es leer cifras… y otra es mirar a los ojos de quienes lo perdieron todo.
Antes de irse, volvió a abrazar a varias personas. Algunas le tomaron la mano. Otras solo le dijeron:
—Gracias por venir. Ya con eso tenemos fuerza para seguir.
La presidenta subió a la unidad de la Marina que la llevaría de regreso al barrio El Carmen para abordar el helicóptero. La gente la siguió con la mirada, como quien ve alejarse un rayo de luz en medio de la tormenta que aún no termina.
Y entonces, ocurrió la imagen que nadie olvidará.
Esa mujer menudita, cubierta de sudor y polvo, levantó la mano y se despidió.
No como política.No como figura de poder. Sino como una madre, como una hermana, como una más del pueblo.
Se subió al helicóptero con el corazón cargado de historias y promesas. Y se fue rumbo a El Higo, Veracruz, llevando consigo el peso de una región herida… y la responsabilidad de cumplir su palabra.
Pero algo quedó flotando en el aire, más fuerte que el ruido de las hélices:
la esperanza.
Porque cuando el helicóptero se elevó, Tamazunchale no se sintió abandonado.
Se sintió visto.
Se sintió escuchado.
Se sintió acompañado.
Y en medio del lodo, del calor, de las ruinas, de las lágrimas… la gente se aferró a una frase que ahora es promesa y deseo:
“Nadie se quedará sin ayuda.”
Seguiremos informando.