Desde tiempos ancestrales, el ser humano ha utilizado máscaras para rituales, celebraciones, guerras o entretenimiento. Más allá de su función estética o cultural, las máscaras (y por extensión, los disfraces) cumplen un papel profundo en la psicología y el comportamiento humano. ¿Qué ocurre dentro de nosotros cuando nos ocultamos detrás de otra identidad? ¿Por qué, al cubrirnos el rostro, parece liberarse algo que normalmente mantenemos reprimido?
La psicología social ha estudiado ampliamente cómo el anonimato afecta la conducta. El fenómeno de la desindividuación, por ejemplo, sugiere que, al perder nuestra identidad visible, también disminuye nuestra sensación de responsabilidad individual. Al usar una máscara o disfraz, la persona no solo oculta su rostro, sino también parte de su autoconciencia. Este estado puede liberar aspectos de la personalidad que normalmente están reprimidos por normas sociales o por el deseo de mantener una imagen ante los demás.
Un claro ejemplo de esto son las celebraciones como el Halloween. En este contexto, adultos y niños por igual adoptan roles que raramente se permitirían en la vida cotidiana. El tímido puede volverse extrovertido, el serio puede jugar a ser cómico, el inseguro puede transformarse en un héroe. Esta transformación temporal no solo es permitida, sino a menudo celebrada. El disfraz funciona aquí como una especie de “licencia psicológica” para explorar otras facetas del yo.
Carl Jung hablaba del concepto de la “persona”, esa máscara social que todos llevamos puesta día a día. Según Jung, todos representamos papeles frente a los demás: el hijo, el jefe, el amigo, el ciudadano. En ese sentido, las máscaras físicas no hacen más que materializar lo que psicológicamente ya está presente. Sin embargo, al hacerlo visible, nos permite tomar conciencia de lo que solemos ocultar.
También existe un reverso más oscuro en esta dinámica. Al ampararse en el anonimato, algunas personas pueden actuar sin inhibiciones éticas. Lo vemos en el comportamiento de multitudes enmascaradas o en usuarios anónimos en redes sociales, donde la falta de identidad puede llevar al acoso, la agresión o la desinformación. Aquí, la máscara deja de ser un canal de expresión y se convierte en una barrera de impunidad.
No obstante, en contextos terapéuticos o artísticos, el uso de máscaras puede ser liberador y transformador. En la dramaterapia, por ejemplo, los pacientes exploran emociones a través de personajes ficticios, utilizando máscaras para acceder a sentimientos que normalmente les resultan inaccesibles. Paradójicamente, al ocultar el rostro, algunos logran mostrarse con mayor autenticidad.
Quizás el valor más profundo de la máscara reside en su capacidad de revelar, más que de ocultar. Al permitirnos jugar con identidades, ensayar conductas y explorar emociones, las máscaras nos enfrentan con nuestras múltiples caras internas. En el juego del disfraz no solo fingimos ser otros; muchas veces descubrimos partes olvidadas de nosotros mismos.
Al final, todos llevamos máscaras, incluso sin darnos cuenta. Y quizás, el mayor acto de valentía no sea quitárnoslas por completo, sino aprender a mirar con honestidad lo que hay detrás de cada una.
Estefanía López Paulín
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