
Hubo un tiempo en que la sombra de un inmenso higuerón cobijaba la tierra y las memorias de Tanlacut, en el municipio de Santa Catarina, una comunidad enclavada en la zona Media, donde la naturaleza y las raíces del pueblo caminaban de la mano.
Ese árbol majestuoso, al que generaciones enteras miraban con reverencia, era mucho más que una figura vegetal: era símbolo, testigo y corazón verde del lugar.
Donde alguna vez se alzaba firme y frondoso ese gigante de más de 500 años, hoy solo quedan cenizas, silencio y reproches. El primer golpe vino con la sequía. Las lluvias escasas y los soles inclementes apagaron poco a poco el verdor de sus hojas. El follaje, antes espeso y vital, se volvió cada vez más tenue hasta desaparecer, dejando un esqueleto de tronco y ramas: la silueta de un pasado glorioso que se resistía a caer.
Pero lo impensable sucedió. Según acusan varios habitantes, el juez de la comunidad ordenó que se quemara el árbol debido a la presencia de un enjambre de abejas.
Fue un acto irreversible, desprovisto de sensibilidad y memoria. Lo que en asamblea comunitaria se había acordado preservar fue reducido a cenizas en un solo día. No hubo plan para reubicar a las abejas, ni voluntad para esperar. Solo fuego.
Tampoco hubo manos que llevaran agua cuando la sequía comenzó a marchitarlo. No hubo intención de protegerlo con un cerco, ni un gesto firme para impedir su final. La indiferencia fue el puñal definitivo.
Tanlacut perdió su emblema y, con él, una parte de su identidad. Ya no habrá sombra para contar historias, ni ramas donde se posen los pájaros, ni raíces que amarren la nostalgia de los ancianos.
El higuerón ya no está. Y nadie hizo nada.