La salsa chimichurri, un vibrante aderezo de color verde intenso, es la estrella indiscutible de la gastronomía argentina y uruguaya, siendo el acompañamiento esencial para el asado como se le conoce en Sudamérica o carne a la parrilla como se le refiere en el resto de América Latina.
Si bien su origen exacto es objeto de debate, la teoría más popular y aceptada lo sitúa en el siglo XIX en Argentina. Una de las leyendas más pintorescas sugiere que el nombre proviene de la frase mal pronunciada en inglés «che-mi-curry» por soldados o inmigrantes británicos que buscaban un condimento similar a los de su tierra, que contenía perejil y otros aromáticos. Otra versión, menos romántica pero más probable, indica que el término deriva de la voz vasca «tximitxurri», que significa «una mezcla de varias cosas».
La magia del chimichurri reside en la sencillez de sus ingredientes y la frescura que aportan. Su base innegociable se compone de perejil fresco picado, ajo, y orégano seco, a los que se añade pimiento rojo triturado o ají molido para darle un toque picante característico.
Dichos elementos se mezclan luego con un líquido compuesto por aceite (generalmente de girasol u oliva, o una combinación de ambos) y vinagre (blanco o de vino), además de sal y pimienta al gusto. La clave para que el sabor se desarrolle plenamente es el tiempo: la mezcla debe reposar durante varias horas, o idealmente un día completo, para que las hierbas se hidraten y el vinagre ayude a extraer y fusionar todos los aromas, resultando en un aderezo con cuerpo, intenso y ligeramente ácido.
Aunque tradicionalmente el chimichurri es el compañero perfecto de cualquier corte de carne asada —desde el vacío hasta el bife de chorizo—, su versatilidad culinaria le ha permitido trascender la parrilla y es habitual encontrarlo como marinada para aves y pescados, o incluso como un sabroso aderezo para ensaladas y pizzas.
