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AL, gobernanza contra la corrupción

El pasado 30 de septiembre, el presidente de Perú, Martín Vizcarra, decretó la disolución del legislativo y llamó elecciones parlamentarias. Unas horas después, el Congreso aprobó la suspensión temporal de funciones presidenciales de Vizcarra y nombró a la vicepresidenta Mercedes Aráoz como titular del poder ejecutivo. Sin embargo, un día después ella renunció a ejercer el cargo.

Esta encrucijada política, aún sin resolver, tiene sumido a Perú en una crisis constitucional; la cual, en realidad, es resultado de confrontaciones políticas que tienen como telón de fondo la corrupción. Basta recordar la renuncia presidencial de Pedro Pablo Kuczynski en marzo de 2018, solo un año y 7 meses después de asumir el cargo, en medio denuncias mediáticas de corrupción y sospechas de sus vínculos con Odebrecht. Tras la dimisión, Vizcarra asumió el cargo presidencial con tres promesas fundamentales que no son resultado de la casualidad: la lucha contra la corrupción, la defensa de las instituciones democráticas y la recuperación de la gobernabilidad; aspectos fundamentales del Estado democrático de derecho.

Como ya se mencionó, la crisis política en Perú es multicausal, pero, principalmente, se debe al desencadenamiento de escándalos de corrupción (tráfico de influencias, lavado de dinero, contrataciones arregladas, sobornos a las autoridades, etcétera) que han llevado a los jefes de gobierno a renunciar, huir, entrar a prisión e incluso morir, dejando como resultado una nación inestable entre un mar revuelto de intereses de partido.

Hay que decirlo, el caso peruano es una reacción sintomática a un mal que aqueja a Latinoamérica, la corrupción sistémica y sus efectos negativos como la constitución de élites poderosas que se enriquecen a través de los andamiajes del Estado, en detrimento de sociedades caracterizadas por los altos índices de desigualdad.

El Índice de percepción de la corrupción (IPC) de Transparencia Internacional clasifica anualmente a los países y regiones a partir de las percepciones que tienen expertos y ejecutivos empresariales sobre el grado de corrupción que existe en el sector público. La clasificación va de 0 a 100, donde 0 implica un país muy corrupto y 100 uno muy transparente. El promedio para América Latina y el Caribe en los últimos tres años (2016-2018) es de 41 puntos, por debajo de la media mundial de 43. Lo anterior es reflejo de la fragilidad de las instituciones democráticas, las limitantes que existen para el ejercicio de los derechos y libertades.

En este contexto de corrupción sistémica, resulta complicado el fortalecimiento del entramado institucional de combate a la corrupción. Probablemente, la solución para la región latinoamericana sea la gobernanza: la cooperación entre gobierno y sociedad para la atención efectiva a los problemas públicos y el ejercicio de los derechos humanos. El caso Odebrecht, muestra cómo los tentáculos de la corrupción secuestraron a la democracia por muchos años. Ahora sabemos que la crisis política peruana es efecto del flujo de capitales ilícitos que en los hechos implica a 4 expresidentes de esa nación.

Luego de hacerse públicos los registros de la empresa brasileña sobre el reparto de dádivas a fin de conseguir contrataciones millonarias, tras el valioso esfuerzo periodístico, se visibilizó la corrupción como un fenómeno trasnacional que implicó a altos funcionarios públicos de más de 10 países de la región a lo largo de varias décadas. Hoy en Argentina, Brasil, Chile, Colombia, Ecuador, Venezuela, México, Panamá y Perú se encuentran en marcha procesos legales en contra de los involucrados.

Actualmente conocemos la profundidad de los nexos y la dimensión de los flujos de capital corrupto. Resulta esperanzador saber que varios de los involucrados han sufrido las consecuencias y que existe una tendencia creciente a desarrollar mecanismos anticorrupción para evitar la repetición.

Parecería que durante décadas una sociedad dormida no se atrevió a exigir un cambio; sin embargo, sabemos que no fue así. La ciudadanía reclamaba sus derechos y no había resultados. ¿Qué cambió?, de pronto una inercia distinta se generó en el ambiente político. Las personas designadas o electas para ocupar los cargos en el poder se encuentran ante la obligación de luchar contra la corrupción, no sólo en el discurso, en los hechos. La lucha contra la impunidad es un elemento indispensable en el fortalecimiento del Estado democrático de derecho en toda Latinoamérica, incluido México.

Hay un despertar ciudadano y un interés conciliador en las élites, lo que lleva a la región a concretar y hacer visible en los nuevos gobiernos el combate a la corrupción del pasado. Queda por ver si las instituciones son suficientemente fuertes y los líderes suficientemente determinados para concretar los cambios que esta problemática requiere y que la ciudadanía y las organizaciones de la sociedad civil continúen demandando un gobierno democrático, transparente, firme en la rendición cuentas y un Estado de derecho que se aplique a cabalidad.

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