Cuando pensamos en el cerebro, solemos imaginar esa masa compleja dentro del cráneo que gobierna nuestros pensamientos, emociones y decisiones. Sin embargo, desde hace algunas décadas la ciencia ha demostrado que no estamos dirigidos por un solo centro de control, sino por dos. El segundo (menos famoso, pero igualmente sorprendente) se encuentra en un lugar inesperado: nuestro sistema digestivo. A este conjunto de neuronas en el tracto gastrointestinal se le conoce como sistema nervioso entérico, y su relevancia es tan grande que muchos investigadores lo llaman “el segundo cerebro”.
El sistema nervioso entérico está compuesto por más de 100 millones de neuronas, una cifra que supera incluso la cantidad presente en la médula espinal. Estas neuronas se distribuyen a lo largo del intestino y son responsables de coordinar funciones clave como el movimiento peristáltico, la liberación de enzimas digestivas y la absorción de nutrientes. Pero su papel va mucho más allá de la digestión. Este “cerebro intestinal” se comunica de forma constante y bidireccional con el cerebro principal a través del nervio vago, creando lo que los científicos llaman el eje intestino-cerebro.
Las emociones y el estómago
Una de las características más fascinantes de este segundo cerebro es que produce más del 90% de la serotonina del cuerpo, el neurotransmisor vinculado con el bienestar, la regulación del ánimo y el comportamiento emocional. Esto explica por qué, cuando nuestro sistema digestivo se altera, también pueden alterarse nuestras emociones. No es casualidad que ciertos momentos de estrés o ansiedad se reflejen como “nudos en el estómago” o que un mal día pueda repercutir en nuestra digestión.
Pero la relación funciona en ambos sentidos: así como nuestras emociones afectan la digestión, lo que comemos impacta directamente en nuestro estado emocional. La composición de nuestra microbiota (la comunidad de bacterias que habita el intestino) influye en la producción de neurotransmisores, en la regulación del sistema inmunológico e incluso en funciones cognitivas como la memoria y la toma de decisiones. Estudios en neurogastroenterología han demostrado que una microbiota diversa y equilibrada está asociada con una mejor salud emocional, mientras que dietas altas en ultra-procesados pueden fomentar inflamación intestinal y alteraciones del estado de ánimo.
En otras palabras, lo que comemos influye en cómo nos sentimos. Los alimentos ricos en fibra, fermentados y mínimamente procesados alimentan a bacterias beneficiosas que, a su vez, favorecen la producción de compuestos que promueven la calma, la claridad mental y la estabilidad emocional. Por el contrario, dietas pobres en nutrientes y altas en grasas trans o azúcares refinados pueden desestabilizar esa delicada red de comunicación, afectando nuestro bienestar.
Comprender que tenemos “dos cerebros” debería invitarnos a replantear la relación con nuestra alimentación y con nuestras emociones. Cuidar nuestro intestino no es solo una cuestión digestiva: es una forma de cuidar nuestra mente. Al final, escuchar al estómago puede ser, literalmente, escuchar una parte fundamental de nosotros mismos.
Estefanía López Paulín
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