
El sope, uno de los antojitos más representativos y queridos de México, ostenta un origen que se remonta a la época prehispánica y que hoy en día se considera como parte fundamental de la gastronomía de nuestro país por su único sabor y su peculiar estilo de preparación.
Se considera que civilizaciones del centro y sur de México, como los toltecas, fueron pioneras en su creación. Inicialmente, las bases de maíz se utilizaban de una manera más funcional, probablemente como un vehículo para transportar carne o guisados de forma eficiente. Esta técnica ancestral permitió que el maíz, ingrediente sagrado y fundamental en la dieta mexicana, se transformara en un soporte nutritivo y sumamente versátil.

La preparación del sope tradicional comienza con la masa de maíz nixtamalizada, la cual se mezcla con agua tibia hasta obtener una consistencia suave y manejable. Se forman pequeñas bolitas que luego se aplanan para crear tortillas gruesas, de un tamaño mediano y mayor grosor que una tortilla convencional.
Una vez cocidas parcialmente en un comal (plancha de barro o metal), el rasgo distintivo del sope emerge: con cuidado, se pellizcan las orillas para crear un borde elevado. Esta orilla es crucial, ya que actúa como una contención que evita que los jugos y los ingredientes del relleno se desborden.

La base de sope ya pellizcada se fríe ligeramente en aceite o manteca hasta alcanzar una textura crujiente por fuera y suave por dentro, aunque algunas variantes regionales optan por la cocción al carbón o solo en el comal.
El sope se convierte entonces en un lienzo de sabor: se unta con una capa de frijoles refritos y se corona con una variedad de guisos y guarniciones, que incluyen carne deshebrada, chorizo, pollo, queso fresco desmoronado, lechuga picada, cebolla, crema y una generosa dosis de salsa verde o roja.

