
Vivimos en un mundo donde el silencio se ha vuelto un lujo. Las notificaciones no duermen, las pantallas no descansan y la información llega a un ritmo que nuestra mente no puede procesar. Estamos siempre “conectados”, pero rara vez presentes. Lo que experimentamos se llama sobreestimulación digital, y aunque no duela como una herida visible, está dejando cicatrices profundas en nuestra salud emocional y cognitiva.
La sobrestimulación digital ocurre cuando nuestros sentidos (especialmente la vista y el oído) se ven bombardeados constantemente por estímulos de dispositivos electrónicos: luces, sonidos, mensajes, videos, actualizaciones, anuncios. Nuestros cerebros, diseñados para enfrentar estímulos con pausas, ahora enfrentan un flujo constante e ininterrumpido. Y lo peor es que lo hemos normalizado.
A nivel emocional, esta sobrecarga nos desgasta. La ansiedad ha encontrado un terreno fértil en las redes sociales: la necesidad de estar al tanto, de responder rápido, de “no perderse nada”, genera un estado de alerta casi permanente. El descanso ya no es completo; incluso en nuestros momentos de ocio, nos desplazamos frenéticamente por pantallas sin detenernos a sentir. Lo inmediato ha reemplazado lo profundo.
Cognitivamente, también hay un precio. Nuestra capacidad de concentración se reduce; cada vez cuesta más leer un texto largo sin interrupciones. La memoria a corto plazo se ve afectada porque no damos tiempo al cerebro para consolidar la información. Nos cuesta aburrirnos, y sin aburrimiento no hay creatividad, no hay espacio para pensar distinto, para crear algo nuevo.
Desde la psicología, se reconoce que la atención es un recurso limitado. Cuando estamos expuestos continuamente a múltiples fuentes de estímulo, el cerebro entra en una especie de estado de alerta fragmentado. No descansa, no enfoca, solo reacciona. Este “modo supervivencia” digital nos agota, y puede contribuir a trastornos como ansiedad, insomnio, fatiga mental e incluso depresión.
Pero lo más importante es reconocer que esto no nos pasó por accidente. Hemos cedido voluntariamente nuestros espacios de pausa. Llenamos cada silencio con un scroll, cada espera con un video, cada momento incómodo con una pantalla. No es solo culpa de la tecnología; es también responsabilidad nuestra aprender a poner límites.
Atender este fenómeno comienza con algo básico: recuperar el derecho a desconectarnos. Necesitamos reaprender a estar con nosotros mismos sin estímulo constante. Esto puede ser tan sencillo como dejar el celular en otra habitación durante las comidas, tener momentos sin pantallas antes de dormir, o practicar actividades que nos obliguen a estar presentes: leer, caminar, meditar, conversar sin distracciones.
La solución no es demonizar la tecnología, sino usarla con conciencia. No todo estímulo es necesario. No todo mensaje es urgente. Y no todo lo que brilla en una pantalla merece nuestra atención.
En un mundo que nos pide estar siempre conectados, tal vez el acto más radical sea volver al silencio. Dejar que la mente respire. Recuperar lo que perdimos entre tanto brillo: el foco, la calma y la profundidad.
Estefanía López Paulín
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