
Deberían estar en casa tomando sus clases pese a todas las complicaciones que se desprenden de la pandemia, deberían estar disfrutando de su niñez, ajenos a los problemas y las dificultades inherentes a los tiempos actuales, pero no es así. Todas las noches, sin importar que son niños, sin importar las condiciones climáticas, si hace frío, si llueve o si no hay gente en la calle, deben salir y apelar a la caridad de los automovilistas en diversos cruceros de la capital potosina para reunir la cuota que se les demanda.
Son apenas unos niños, pero sufren como si de esclavos se tratara. Algunos de ellos tuvieron que aprender algún truco para llamar la atención de la gente; hacen malabares con pelotas o se exponen al riesgo de hacer «dragones» con gasolina y fuego. La meta es conseguir que alguien les dé unos pesos, si no lo logran, pueden ser severamente castigados.
Tampoco pueden hablar con la gente. Alguien los vigila, una especie de proxeneta siempre atento para descubrirlos si es que cometen alguna imprudencia, si revelan algún dato que pudiera comprometerlos y que, de una u otra manera, despierte la sospecha de la gente. Por las autoridades ni se preocupan, nunca aparecen.
En los últimos días se ha visto un incremento importante en ese tema, cada vez son más niños en los cruceros que no están ahí por gusto o por una necesidad legítima. Están ahí porque alguien los obliga, porque alguien los explota y así, ante la indiferencia de los potosinos y la negligencia de las instancias protectoras, se consuma la explotación infantil en el estado.
Hace unos días, se dio a conocer en redes sociales un video que da testimonio de este terrible suceso; un automovilista documenta cómo un sujeto demanda la cuota del día a un grupo de niños. Los pequeños estuvieron caminando entre los autos toda la tarde, les cayó la noche, no estaban abrigados pese a las bajas temperaturas. Nada de eso le importaba al padrote, sólo quería su dinero.
En los últimos meses, se ha visto un incremento importante en el tema de los niños trabajando en los cruceros, pidiendo dinero. Nunca dicen para qué lo necesitan, pero se sobreentiende que alguien los manda. Están ahí obligados. Pese a la evidencia, no se ve una respuesta oportuna de las autoridades, así, entre omisiones y negligencia, decenas de niños pierden su inocencia y entran en un mundo en el que sonreír parece ser una acción imposible.